- de la revista 'la Esfera' No. 55, 16 de Enero de 1915
- 'Entre las Ruinas del Marne'
- de E. Gómez Carrillo
La Grande Victoire
en inglés de Gómez Carrillo
Among the Ruins - by a Spanish Correspondent / General Joffre - a Spanish Journalist's View / German Prisoners in French Hands / A Spanish Journalist in Rheims / General Joffre - a Spanish Journalist's View / A Spanisah Reporter in French Front-line Trenches / A Spanish Journalist Visits Chalons, Lorraine, Verdun and the Argonne / The French Soldier Seen by a Spanish Journalist / The Battefield of Nancy and the Fort du Troyon / Chasseurs Alpins Described by a Spanish Journalist / A Spanish Journalist at Pont-a-Mousson
A Spanish Impression of the British Front / A Spanish Journalist on French and British Brotherhood
Cuatro días llevamos recorriendo las regiones en las cuales se desarrolló la inmensa tragedia del Marne y en todas partes el mismo espectáculo nos sorprende: un espectáculo de desolación, de luto y de miseria, suavizado por la incurable sonrisa de la raza. ¡Sublime pueblo francés que, aun en los días más dolorosos de su historia, cuando el invasor huella aún su suelo, cuando las llamas de los incendios devoran aún sus tesoros, cuando sus campos están aún cubiertos de cadáveres, encuentra aún la fuerza de sonreír! Ha bastado que una promesa de victoria ilumine el alma de la patria, en efecto, para que todos, hombres como mujeres, ancianos como niños, olviden sus penas y gocen de la esperanza.
-Ahora-dicen los aldeanos de la Brie y de la Champaña, despue's de referir lo que padecieron hace tres meses-, ahora ya no hay peligro de que vuelvan...
Y esta sola idea los consuela, los anima, los calma, los enardece. La misma avaricia, que es el mayor defecto ó la mayor virtud del campesino que baña la tierra con el sudor de su frente, desaparece en la tormenta actual. Todo lo que tienen lo ofrecen para continuar la lucha y alcanzar el triunfo definitivo. Han dado sus hijos, lo que no en mucho. Han dado su trigo y sus caballos, lo que es más. Que venga un día difícil para el Estado y darán también los viejos escudos rubios que guardan de generación en generación enterrados en un rinconcillo de sus chozas al abrigo de las tentaciones y de las codicias. Los grandes bueyes blancos de la canción de Déranger, no son ya el amor más grande de esta gente. Por encima de ellos, que representa:! el tesoro egoísta, está la Francia, la sagrada Francia que sangra.
Hace un instante nos detuvimos en Allemont con objeto de contemplar desde las alturas los inmensos pantanos en los cuales la guardia prusiana sucumbió heroica y lastimosamente. El capitán Warotte, nuestro docto cicerone, explicábanos la maniobra que había permitido á las tropas francesas detener en aquel punto, gracias al tiro de su artillería, el avance alemán que amenazaba á París. Durante cinco días, la minúscula aldea vivió en medio de una tempestad c!e metralla. En la llanura, hasta lo infinito, las cruces rústicas anuncian piadosamente las fosas en que duermen su sueño eterno los soldados muertos por el Emperador y los soldados muertos por la República. Poco á poco, lo mismo que en las demás localidades por las cuales pasamos, los niños del lugar acudieron algo inquietos para rodearnos. Los dos mayores, un chico de diez añoo con grandes ojos claros y una niña apenas mayor, linda cual una flor silvestre, nos indicaban con el dedo los sitios que habían ocupado los cañones.
-¿Dónde estabais vosotros durante la batalla?-, les preguntamos.
-En la cueva, escondidos-nos contestaron.
-Entonces, no pudisteis ver nada.
-Sí-murmura la niña.
Y el chico, mirándonos con malicia, agrega:
-Cuando mamá se quedaba dormida, salíamos para ver el fuego... Eran como relámpagos y truenos, pero más grandes...
-¿Cómo hacíais para comer?
-Entonces teníamos de todo, porque no se lo habíamos dado á los soldados... Ahora ya no...
No hay aldea que deje de ofrecer á los hombres que luchan lo mejor que tiene. El soplo admirable de hermandad que en las altas esferas políticas ha convertido el país más dividido en la nación más compacta, adquiere en la modestia de la existencia del pueblo, formas enternece-doras de humanidad. El fusil y la bayoneta no inspiran ya miedo á ningún chiquillo. En los hogares miserables, junto al fuego que reconforta á los labradores, los puestos mejores son para que los «pioupious» sequen sus pantalones rojos refiriendo alegremente historias que hace algunos meses hubieran hecho temblar de espanto y que hoy parecen acontecimientos ordinarios casi insignificantes. La bravura y el amor de las aventuras guerreras, que medio siglo de paz parecía haber matado en los corazones, despierta á la voz del cañón con todas las gentiles inconsciencias y con toda la bonachona generosidad de los tiempos épicos. ¡Qué cierta es la teoría de Gustave le Bon, según la cual las razas, á pesar de sus aparentes transformaciones, son siempre, á través de las edades, las mismas. En una granja, esta mañana, un viejo campesino nos enseñaba, en los troncos de los árboles, las huellas de las balas. Arrugado y encorvado parecía incapaz, ya no sólo de energía, sino hasta de resistencia física. AI buscar los agujeros en las cortezas de los manzanos, sus pobres manos temblaban, su voz era caduca y su palabra tarda.
-Como ya no veo bien-decíanos-no pude distinguir á unos cinco huíanos que se colocaron allá en frente, bajo aquellos chopos, y me preguntaba de dónde demonios podían así Legar hasta aquí las balas. Mi vieja, siempre temerosa, creía que los tiros iban á atravesar la puerta y á matarnos á los dos. Cada disparo producía un choque en el huerto y hacía saltar á la infeliz. Yo le dije: «No hay que tener miedo, vieja; en 1870 yo también tiraba y ya ves que no me pasó nada; todo está en la voluntad de Nuestro Señor Jesu-cristo». Pero ella no quería quitar la vista de la ventana, preguntándome si la puerta de la granja estaba bien cerrada. «Voy á ver», le contesté, y me salí por ahí fuera; y no más al poner los pies en el huerto, ¡pan!, una sacudida aquí en el costado... Al primer instante no me di cuenta... Pensé que era una pedrada... Después, comencé á sentir calor, y después me sentí mojado... ¡Alabado sea Dios!, ¿si será algún rasguño? pensé. Y era una bala que me había atravesado todo el cuerpo, aquí, junto á la cintura... Cuando uno es viego, no le gusta morirse, como los muchachos queno sabenlo que es el mundo... Y además, mi vieja no me tiene más que á mí desde que se nos fué nuestra hija... «No es nada- le dije-no hay que tener miedo; voy á ver las gallinas». Así me fui á casa de mi compadre Félix, por aquí detrás y allá me curaron... Ocho días de cama... ahora ya estoy bueno...
- ¿No sufrió usted mucho? - le preguntamos.
-No-nos contestó-; los alemanes no son capaces de matar á un viejo de la guerra del 70... como vuelvan por aquí, con la escopeta los hago salir corriendo...
Al fin, con voz más firme:
-Mas no volverán con la carrera que dieron.
Por todas partes la impresión de que la retirada del Marne fué para los alemanes una derrota vergonzosa, anima á los campesinos. En vano los militares que pasan por aquí les explican con la noble franqueza de todo francés culto que aquello no fué una derrota, ni menos aun una huida, sino una «retraite» estratégica, despue's de cinco días de un combate desastroso, pero honroso. El pueblo no entiende de estas sutilezas. Habiendo visto á las tropas de Von Klück y de Von Bulow retroceder precipitadamente con sus uniformes llenos de lodo, con sus rostros llenos de espanto, con sus carros llenos de heridos, están ciertos de no equivocarse.
-¡Si los hubiera usted visto cuando iban seguros de llegar á París, lo orgullosos que marchaban, y luego cómo regresaron para pasar escapados, volviendo á cada instante los ojos hacia atrás, se hubiera usted reído del cambio! exclaman.
Lo triste ¡ay! es que todas estas imágenes de heroísmo y de alegría, se desvanecen apenas contempla uno las ruinas amontonadas á lo largo de las rutas, apenas escucha las historias délas pobres mujeres enlutadas que buscan un refugio en las ciudades, apenas se detiene ante los campos cubiertos de tumbas, apenas ve, en las márgenes de los rios, los escombros délos puentes...¡Ah,cuan diferente es la guerra vista de lejos, con sus grandezas, con su estrépito, con su belleza teatral, con sus magníficos toques de clarines, y la guerra vista de cerca con sus miserias, con sus atrocidades, con sus llamas, con sus gestos dolorosos, con sus muertos que se pudren en las trincheras abandonadas!... Ahora mismo, en un campo de batalla de las cercanías de Meaux, acabamos de sentir el más horrible de los escalofríos. El capitán Walotte hacíanos admirar el ingenioso arreglo de los fosos que aún quedan abiertos y en los cuales los soldados, ocultos para tirar, se fabricaban bancos para sentarse. Al acercarnos á un bosquecillo en que unas cuantas cruces marcan las sepulturas de los que sucumbieron luchando bravamente, dos perros enormes salen huyendo con un hueso entre los dientes. M. de Jessen, el corresponsal dinamarque's, que ha visto las grandes guerras modernas, nos dice:
-En Manchuria, en los Balkanes, en todas partes, he encontrado á los mismos perros hambrientos que desentierran á los muertos para devorarlos.
¡Y los cuervos, Dios mío!... La comarca entera está llena de vuelos negros! Detrás de los ejércitos, aquí como en la India, las aves de la muerte se ciernen innumerables, esperando su macabro festín, graznando para celebrar la absurda locura del hombre. El capitán nos hace observar el cuidado piadoso con que el pueblo francés, para evitar las profanaciones, cava y adorna las tumbas de sus héroes. A cada vuelta del camino entre los inmensos árboles heridos, los cementerios improvisados se extienden á pérdida de vista. En cada paso hay una cruz, una inscripción, un ramillete de flores campestres. Los campesinos han recogido los quepis rojos de los soldados, y los han colocado sobre las cruces. De trecho en trecho, una banderita tricolor ondea al aire frío del invierno. De lejos, diríase, un campo de amapolas sangrientas. Y todas estas necrópolis son iguales, en todas se leen los mismos nombres anónimos, todas tienen el mismo aspecto desolado. Lo que ayer era granero de vida, hoy es un osario. En su religioso respeto de la muerte, los labradores no siembran donde las cruces se alzan. Resignados á no ver el trigo crecer el año próximo, se inclinan silenciosos, y oran. ¡Ah, la paz siniestra de lo que fué un verjel! Nosotros tambie'n oramos en las campiñas santas. ¡Por los de aquí y por los de allá: por los que sucumbieron luchando; por los pobres soldaditos que cayeron, una tarde como esta, bajo este cielo, y que no volverán á ver sus hogares, Padre nuestro que estás en los cielos, se' misericordioso; y si la gran tragedia que destruye tu obra provoca tu justa cólera, no los culpes á ellos, que ofrecieron el holacausto de sus vidas en aras de un ideal, sino á los que movieron sus brazos inocentes!... ¡Ah, y despue's de todo, quizás son los muertos los más felices!... Los hijos de estas regiones que vuelvan, más tarde, vencedores, no encontrarán nada de lo que dejaron en sus aldeas. Sus aldeas mismas sólo son, ahora, hacinamientos de ruinas. Las iglesias en que sus madres rogaron por ellos, se han hundido. Sus parientes, sus amigos, sus novias, nadie sabe donde viven, si es que viven aún. La guerra ha pasado cual un torrente de fuego por la rica Isla de Francia. Durante horas enteras, cuatro días, hemos visto el espectáculo de la desolación. Aquí ya no queda nada, nada, nada: las c:nizas mismas se las ha llevado el viento; y sin embargo aquí había una aldea feliz... Allá, una torre derruida, domina un montón de ruinas; no hay un techo, no hay una tapia completa; es Ribecourt... Algo más lejos, el río lleva en su corriente los restos de otro pueblo, como épaves de un naufragio... Y allá, en aquél siniestro valle ¿que' vemos?... Es Champguyon incendiado, desventrado, raído cual una decoración de teatro; Champguyon que tuvo fama de ser un paraíso campestre; el infeliz Champguyon amado de los pintores... ¡Qué pena tan honda!... Pero no nos detengamos ante sus granjas calcinadas. No hay tiempo para llorar cada ruina. ¡Son infinitas!... Es Poligny, menos infeliz que sus vecinos, puesto que aún le quedan algunas casitas intactas; es Charleville del Marne, con su iglesia desmantelada; es Oyes desierto, muerto y negro; es Creil, es Choisy-au-Bac, es Sommesous; es el pacífico Le Reconde, donde no se disparó un solo tiro, y que, sin embargo, los prusianos incendiaron casa por casa, granja por granja; es la Villeneuve y su bella iglesia, de la cual sólo quedan los muros calcinados; es Chatillon-sur-Morin, nido de poetas y de pintores, rinconcillo de idilios entre las parras, y en donde ¡ay! hasta las parras han sido quemadas; es Borest, cerca de Senlis, el trágico Borest que parece revuelto y sacudido por un terremoto; es Reuves, es Verberie, es Courtacon; es Esternay destruido de un modo absoluto y completo como para cumplir alguna maldición bíblia; es Chauconin; es Senlis; es Barcy, cuyo templo era una joya y que ahora no conserva sino una torre agujereada; es el Castillo de Mondement, donde el príncipe imperial se alojó dos días, y que ahora más parece una granja bandonada después de una catástrofe, que una casa señorial; es la an-ligua abadía de Saint Gond, en fin, cuyos restos humean aún...
No es posible dar un paso, sin encontrar una ruina.
Para ver por una ventana, lo que ha pasado en el interior de una quinta suntuosa, en medio de un jardín, nos paramos un instante. Dige'rase que no han sido las llamas las que han creado la desolación. He ahí un piano, en efecto, cuya madera sigue luciendo y he ahí una vidriera á la cual no le faltan sino los cristales. En el suelo, no obstante, los objetos más heterogéneos yacen rotos: platos, vasijas, estatuitas, sederías, faldas, regaderas, baúles, libros, cacerolas... ¿Qué minos crueles se encarnizaron así en el nido de esta familia rica?... La respuesta es siempre la misma:
- Los alemanes.
¿Pero es posible que un gran pueblo que ha dado al mundo sabios, poetas, legisladores, llegue así, en el vértigo de la lucha, á sobrepasar en ferocidad inútil á las hordas de los siglos más remotos?... ¿Es posible que los hombres que aprenden en Heidelberg, que imprimen en Leipzig, que inventan en Berlín, que comercian en Hamburgo, los hombres apacibles que se enternecen leyendo Werther, que palpitan oyendo Parsifal, caigan en los más odiosos excesos? No; yo no quiero creerlo... Quisiera no creerlo... Y sin embargo, mudos y negros, los testigos están aquí, en los campos del Marne, enseñando las trazas de las llamas, del saqueo, de la crueldad... ¡Ah! ¡Y si las lluvias del otoño no hubieran borrado las huellas de sangre!...
Al salir de los campos de escombros y penetrar en los lugares que no han sido incendiados, la sonrisa de la gente me parece casi criminal. ¡Sonreír junto á tanto duelo! iNo es por falta de sensibilidad, empero. Cuando se trata de recordar los horrores sufridos, no hay rostro que no se crispe. En las pupilas, la visión de los aldeanos fusilados persiste, imborrable. Pero hay en los habitantes de la Brie y del Oise, algo de lo que se nota en los náufragos que, despue's de perder lo que poseían, logran salvarse. Y hay, también, lo que Rudyard Kipling llama «el invencible escudo de la Francia», la sonrisa que no es un signo de debilidad, sino de fortaleza, la buena sonrisa que oculta los grandes dolores, la sonrisa de Voltaire cuando destruye, de Bayardo cuando muere, de Renán cuando sufre... ¡Sublime pueblo, cuan mal te conocen los que no saben que tu sonrisa es la flor divina del verdadero heroísmo!
E. Gómez Carrillo